Por Sergio Ramírez Lunes
Este pasado fin de semana han ocurrido en Nicaragua sucesos que abren graves interrogantes sobre el destino de la democracia aún tan precoz. Ciudadanos que se dirigían en autobuses y vehículos privados desde varios puntos del país hacia la ciudad de León para participar en una marcha opositora al gobierno, autorizada de previo por la Policía Nacional, fueron asaltados por turbas armadas de garrotes para impedirles el paso por la fuerza, bajo la consigna transmitida por sus mandos superiores, dirigentes del partido de gobierno presentes en el lugar de los hechos, de frustrar a toda costa la manifestación.
Quienes formaban estas fuerzas de choque iban unos enmascarados, y otros a cara descubierta, y se dieron el lujo de subir a los autobuses para requisar a los pasajeros y decidir cuáles continuaban su viaje y cuáles no, mientras tanto otros herían y golpeaban con machetes y palos a gente indefensa, y quebraban a garrotazos y pedradas los vidrios de los vehículos, o los incendiaban con cocteles Molotov.
Sus objetivos fueron cumplidos, porque la manifestación se frustró ante la exhibición de terror, y cuando la policía se presentó al fin a despejar las carreteras, fue enfrentada a palos. Entre los que iban armados de garrotes, con el rostro descubierto, se hallaba el candidato a alcalde del partido de gobierno para la ciudad de León en las próximas elecciones municipales, extraña exhibición de participación democrática.
Graves son también las razones que los líderes oficiales de este asalto dan para arrogarse la potestad de impedir a los demás manifestarse, si es que se les puede llamar razones: sus adversarios no tienen derecho de marchar por las calles porque son derechistas, traidores vendidos al imperialismo, defensores de la oligarquía. Por eso entonces hay que cortarles el paso, molerlos a palos y quemar y balacear sus vehículos. Todos los que somos críticos del gobierno, no importa las diferencias de pensamiento, estamos en el mismo saco; y a ese paso, pronto no se pondrá hablar en las radios, ni escribir en los periódicos, si es que sobreviven los periódicos, ni tampoco votar.
No se trata del enfrentamiento violento de grupos rivales al calor de una campaña electoral, sino del deliberado uso de la violencia bajo el amparo oficial, para impedir una demostración de ciudadanos que adversan al gobierno, hechos que no se esconden, y para los que no se buscan disculpas. Se anuncian, y se ejecutan, como una advertencia de que, a partir de ahora, las reglas del juego han cambiado.
Nuevas reglas del juego en las que la tolerancia desaparece, y se exhiben sin ningún pudor los viejos mecanismos de la represión a palos, que Nicaragua ya ha conocido tantas veces a lo largo de su historia. Se nos quiere así hacer retroceder hacia tiempos ya vividos, cuando los ciudadanos perdieron todas las posibilidades de expresarse y de protestar, y sólo quedó el camino de la rebeldía y de la confrontación, una hoguera que consumió vidas y detuvo el avance del país, secuestrado por la incertidumbre y la inseguridad.
Grave también porque a través de estos hechos se mina el papel institucional que la Policía Nacional ha venido cumpliendo hasta ahora, en medio de azarosas dificultades, gracias a la ecuanimidad de sus mandos, y sobre todo, a la autoridad moral de su jefa, la comisionada Aminta Granera. Queda a la vista que la policía está siendo presionada desde arriba a salirse del marco constitucional y comportarse de manera complaciente con quienes se proclaman a sí mismos, garrote en mano, creadores de un nuevo orden, y dejarlos hacer.
Fue evidente que en los hechos violentos ocurridos en León, los destacamentos policiales que habían sido dispuestos para garantizar a los manifestantes su derecho ciudadano de reunirse y marchar de manera pacífica, no evitaron que los grupos de choque actuaran a su gusto, y los jefes de estos destacamentos sólo ordenaron despejar las carreteras cuando ya los hechos habían sido consumados.
Distorsionar el papel de la policía, y convertirla en instrumento dócil del partido de gobierno, como parece ser el designio, vendrá a ser un peligroso retroceso, parejo al retroceso de la democracia que significa alejar a los ciudadanos del ejercicio de sus derecho fundamentales por el arbitrio del que manda por encima de la ley. Esto es lo que siempre hemos llamado dictadura, porque no tiene otro nombre.
El primero que debe reflexionar sobre este asunto debe ser el propio presidente Ortega, que tiene un mandato constitucional que cumplir, y no un mandato de hecho. Si los acontecimientos vividos en León se repiten, y otra vez se impide garrote en mano a los ciudadanos ejercer sus derechos, y la violencia oficial intolerante pasa a ser la norma, mientras se convierte a la policía en un instrumento político del poder, tendremos los pies otra vez al borde del abismo.
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